Recojo mis herramientas: la vista, el oído, el olfato, el tacto, el espíritu. Ha caído la tarde, termina la jornada de trabajo. No es que esté cansado de trabajar, no estoy cansado pero ya se pone el sol.
“Los Hermanos Enemigos” Nikos Kazantzakis
El sol había alcanzado Kastellos e inundado los tejados. Desbordaba y se extendía por las callejuelas en pendiente, por las que suben, por las que bajan, y mostraba sin la menor piedad la pura realidad del pueblo. Un pueblo áspero de color ceniza; casas de piedra seca, puertas vergonzosas – para entrar había que curvarse, y en el interior, la oscuridad.
“Zorba el Griego” de Nikos Kazantzakis.
Me encontré con él por primera vez en el Pireo. Había bajado yo al puerto para embarcarme con destino a Creta. Era un amanecer luminoso. Soplaba fuertemente el Siroco: hasta el cafetin portuario llegaban las salpicaduras del oleaje. Las puertas vidrieras estaban cerradas, el local olía a emanaciones humanas y a infusión de salvia. Afuera hacía frío, el aliento empañaba los vidrios. Cinco o seis marineros, que habían estado en vela toda la noche, abrigados con blusas de piel de cabra bebían café o salvia y contemplaban el mar a través de los turbios cristales. Los peces, aturdidos por la violencia del oleaje, habíanse refugiado en aguas tranquilas de las profundidades y esperaban que arriba renaciera la calma. Los pescadores aglomerados en los cafés aguardaban también que amainara la borrasca y que los peces, tranquilizados, asomaran a la superficie y mordieran los anzuelos. Los lenguados, racazos y rayas, regresaban de sus expediciones nocturnas. Amanecía.
“La Sangre Dorada de los Borgia” Francoise Sagan.
Pese a la continua agitación que mueve en todos sentidos a la multitud que rodea el lecho del enfermo, un extraño silencio se produce en la cámara. Todos han comprendido. Esta vez el hombre alcanza las fronteras del mundo de los cuerpos y el mundo de las almas. Y todos, ante la inminencia del acontecimiento, ponen una involuntaria sordina a la excitación de sus comentarios.
“Entre Dos Palacios” Naguib Mahfuz.
Se despertó a medianoche, como solía hacerlo siempre en ese preciso momento, sin necesidad de despertador ni nada parecido, tan sólo influída por el ansia que la obligaba a salir del sueño cada madrugada con puntualidad. Dudó unos instantes de que estuviera despierta, pues se entremezclaban en su interior los sueños y los murmullos de los sentidos, hasta que la sorprendió la inquietud que la embargaba antes de abrir los párpados, por miedo a que el sueño la hubiera traicionado. Sacudió ligeramente la cabeza y abrió los ojos en la oscuridad de la habitación. No había allí el menor indicio que le pudiera aclarar qué hora era, ya que abajo la calle no se adormecía hasta el amanecer y las voces entrecortadas que le llegaban de las tertulias nocturnas de los cafés y de las tiendas eran las mismas desde el anochecer hasta el alba. Los únicos indicios por los que se podía guiar eran sus propias sensaciones internas, que actuaban como un reloj consciente, y el silencio que envolvía la casa, que demostraba que su marido todavía no había llamado a la puerta ni había golpeado los escalones con la contera de su bastón.
“El Escarabajo de Oro” Edgar Allan Poe
Hace muchos años trabé amistad con un tal señor William Legrand. Pertenecía a una antigua familia hugonote, y antaño había sido muy rico, pero una serie de desgracias lo habían reducido a la miseria. Para evitar la humillación que fue la consecuencia de sus desastres, abandonó Nueva Orleáns, la ciudad de sus antepasados, y estableció su residencia en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en Carolina del Sur.
“El Pozo y el Péndulo” Edgar Allan Poe.
Me hallaba agotado, mortalmente agotado por aquella agonía sin fin. Cuando, por último me desataron, y pude sentarme, noté que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia de muerte fue la frase claramente articulada que llegó a mis oídos. Luego, el sonido de las voces de los inquisidores, me pareció que se apagaba en el zumbido indefinido de un sueño. Su ruido provocaba en mi ánimo cierta sensación de rotación, quizá debido a que lo identificaba con una rueda de molino. Sin embargo, aquello duró muy poco tiempo y ya no oí nada más. No obstante, durante cierto tiempo vi -¡y con qué horrible exageración!- los labios de los jueces vestidos de negro, eran blancos, más blancos que las hojas de papel en que estoy escribiendo estas palabras, adelgazados hasta lo grotesco, con la dura expresión de su resolución irrevocable y del riguroso desprecio por el dolor humano. Veía cómo los decretos de lo que para mí representaba el Destino, surgían aún de aquellos labios. Contemplé cómo se retorcían articulando una frase mortal, cómo pronunciaban las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el sonido no seguía al movimiento. Durante varios momentos de frenético espanto, percibí la blanda y casi imperceptible ondulación de las negras colgaduras que cubrían las paredes de la sala, y mi vista cayó entonces sobre los siete grandes cirios que había colocado sobre la mesa. Al principio fueron para mí la representación de la claridad, y los imaginé ángeles blancos y esbeltos que venían a salvarme. Pero inmediatamente unas náuseas mortales invadieron mi alma, y sentí que cada fibra de mi ser se estremecía como si se hubiera hallado en contacto con el cable de una batería galvánica. Las formas angélicas se convirtieron en espectros con cabeza de llama, y comprendí claramente que no debía esperar de ellos auxilio alguno. Entonces, como una especie de brillante nota musical se insinuó en mi alma la idea del reposo inefable que debe gozarse en la tumba. Legó de una forma suave y furtiva, y creo que precisé un largo espacio de tiempo para apreciarla por entero. Sin embargo, en el preciso momento en que mi alma empezó a sentir la idea con claridad, y a acariciarla, las figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia, los grandes cirios, cuyas llamas se apagaron por completo, se redujeron a la nada, y sobrevino la negrura de las tinieblas. Todas mis sensaciones parecieron desaparecer como si el alma se hundiera en una zambullida loca y precipitada en lo más profundo del Hades. Y el Universo se convirtió en noche, silencio e inmovilidad.
“Manuscrito Hallado en una Botella” Edgar Allan Poe
De mi país y de mi familia tengo pocas cosas que decir. Los malos tratos y el paso de los años me expulsaron del uno y me extrañaron de la otra. La riqueza que heredé me permitió adquirir una educación nada común, y cierta disposición contemplativa de mi espíritu e capacitó para ordenar metódicamente las adquisiciones que mis primeros estudios fueron acumulando. Sobre todo, las obras de los moralistas alemanes me procuraron sumo deleite; y no por una equivocada admiración hacia su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis hábitos de rígido pensamiento me habían capacitado para descubrir sus falsedades. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi genio: me han acusado de falta de imaginación cono si fuese un crimen; y lo pírrico de mis opiniones me ha puesto siempre en evidencia. En efecto, mi gran afición a la filosofía física creo que impregnó mi espíritu con un error muy común en estos tiempos. Me refiero a la costumbre de atribuir todas las circunstancias, incluso las menos susceptibles de atribución, a los principio de esa ciencia. Y lo cierto es que, de un modo general, no había persona menos sujeta que yo a dejarse arrastrar lejos de los severos recintos de la verdad, por los fuegos fatuos de la superstición. He creído conveniente dejar esto bien sentado, para que la increíble narración que voy a contar no sea considerada más como desvarío de una ruda imaginación que como positiva experiencia de un espíritu para el cual, los sueños de la fantasía han sido siempre letra muerta y nulidad.
“Crimen y Castigo” Dostoyevski
A principios de julio, con un tiempo sumamente caluroso, un joven salía de su tabuco, que ocupaba como realquilado en la travesía S****, y con lento andar, como indeciso, encaminábase al puente K***
Discretamente evitó el encuentro con su patrona en la escalera. Su tugurio estaba situado bajo el tejado mismo de una alta casa de cinco pisos, y semejaba un armario más bien que un cuarto. La patrona, a la cual se lo había alquilado con pensión completa, habitaba sólo un tramo de escalera más abajo, y siempre, al salir a la calle, tenía el joven que pasar irremisiblemente por delante de la cocina de aquella, casi siempre abierta de para en par sobre el rellano. Y siempre sentía al pasar por allí una impresión morbosa de cobardía, que le avergonzaba y hacía fruncir el ceño. Estaba entrampado con la patrona y temía encontrársela.
“El Jugador” Dostoyevski
Finalmente, volvía de mis ausencia de dos semanas. Los nuestros llevaban ya tres días en Rulettenburg. Yo pensaba que ellos, sabe Dios cómo, me estarían aguardando, pero me equivocaba. El general parecía la mar de indiferente; me habló con altanería y me envió a su hermana. Saltaba a la vista que, fuese como fuese, se habían procurado dinero. A mí me pareció también que al general se le hacía cuesta arriba mirarme. Maria Filíppovna estaba muy atareada y me habló muy a la ligera; aceptó sin embargo, el dinero, lo contó y escuchó mi relación hasta el fin. A la hora de comer aguardaban a Mesentsov, a un francés, y también a cierto inglés; así solían hacer en cuanto tenían dinero: en seguida daban comidas a lo moscovita. Pólina Aleksándrovna, al verme, preguntóme: “¿Iba a estar allí mucho tiempo?” Y sin aguardar respuesta se fue no sé adónde. Naturalmente que aquello lo hizo adrede. Necesitábamos, no obstante, tener una explicación. Habíanse juntado muchas cosas.
El Idiota Dostoyevski
A fines de noviembre, en época de deshielo, a las nueve de la mañana, el tren Petersburgo-Varsovia acercábase a todo vapor a Petersburgo. Hacía tanta humedad y tanta niebla, que a duras penas se abría paso la luz del día; a diez pasos de distancia, a diestro y siniestro de la vía, costaba trabajo distinguir las cosas desde la ventanilla del coche. Entre los pasajeros los había que regresaban del extranjero; pero los coches más atestados de pasajeros eran los de tercera, ocupados en su mayor parte por gente modesta y laboriosa que venía de puntos cercanos. Todos daban muestras de cansancio, todos tenían los ojos pesados de la mala noche, todos estaban arrecidos, todos tenían las caras de una palidez amarillenta, bajo el trasluz de la niebla.
“El Eterno Marido” Dostoyevski
Llegó el verano y Velcháninov, contra toda expectación, quedóse en Petersburgo. Su viaje al sur de Rusia fue diferido, y del asunto no se preveía el término. Aquel asunto –un pleito por una propiedad – había tomado un rumbo pésimo. Todavía tres meses antes presentaba un aspecto nada complicado, casi indiscutible; pero, de pronto, todo había cambiado. “Sí y en general, todo había empezado a cambiar para peor”; esta frase, con rabia y a menudo, repetíase para sí Velcháninov. Había nombrado un abogado listo, caro, célebre, y el dinero no le dolía; pero, por impaciencia y desconfianza, había empezado a ocuparse él mismo en el asunto: leía y redactaba escritos, que su abogado arrojaba infaliblemente al ceso; se presentaba él mismo en los sitios; emprendía por sí mismo indagaciones, y, probablemente, estorbaba lo grandemente todo: por lo menos, el abogado se quejaba y lo echaba hacia su dacha. Pero ni siquiera a su dacha se decidía a irse. El polvo, el bochorno, las petersburguesas noches blancas, que irritan los nervios; he ahí de lo que disfrutaba en Petersburgo. Tenía su domicilio allá por las inmediaciones del Gran Teatro; hacía poco que lo alquilara, y tampoco había sido un acierto. ¡Todo le salía mal¡ Su hipocondría iba de día en día en aumento; pero hacía tiempo ya que era propenso a la hipocondría.
“Demonios” Dostoyevski
Al emprender la descripción de recientes y algo extraños acontecimiento ocurridos en nuestra hasta aquí apacible ciudad, créome obligado a tomar el hilo de mi narración de un poco lejos, empezando por mencionar algunos pormenores biográficos del talentudo y honorabilísimo Stepán Trofímovich Verjovenskii. Sirvan estos pormenores de introducción a la referida crónica y a la historia que yo tenía intención de describir hace tiempo.
“El Adolescente” Dostoyevski
Sin poder contenerme, me he sentado a escribir esta historia de mis primeros pasos por la carrera de la vida, siendo así que muy bien habría podido abstenerme de hacerlo… Sólo una cosa sé de fijo: nunca más me pondré a escribir mi autobiografía, aun suponiendo que viva cien años. Es menester estar demasiado vilmente enamorado de sí mismo para escribir de sí mismo sin empacho; únicamente me disculpa el hecho de no escribir para lo que todos escriben: esto es, para pavonearme ante el lector. Si de pronto se me ha ocurrido ponerme a escribir, palabra por palabra, todo lo que me sucedió el año pasado, ha sido por efecto de un impulso interior: hasta tal punto me hizo impresión todo lo ocurrido. Describiré únicamente los acontecimientos, apartándome con empeño de todo lo secundario y, sobre todo, de la belleza literaria; el literato se está escribiendo treinta años, y a lo último ignora por completo para qué ha estado escribiendo tantos años. Yo… no soy literato, ni quiero ser literato y sacar el interior de mi alma y la bella descripción de mis sentimientos a sus mercados literarios; lo tendría por indecoroso y ruin. Con dolor, no obstante, presiento que, según parece, no es posible prescindir en absoluto de la descripción de sentimientos y de reflexiones (puede que hasta triviales); hasta tal punto obra corruptoramente en el hombre toda ocupación literaria, aunque se proponga dedicarse a ella para él solo. Las reflexiones pueden ser incluso trivialísimas, porque aquello que tú estimas con harta frecuencia no tiene valor alguno para la ajena mirada. Pero todo esto es secundario. Este es también el prólogo; más de esta índole no habrá. Al asunto, aunque no hay nada más difícil que aplicarse a cualquier asunto.
“Cristo Nuevamente Crucificado” Nikos Kazantzakis
El agá de Licrvrisí, sentado en el balcón que da sobre la plaza del pueblo, fuma su chibuquí y bebe raki. Una fina lluvia templada cae suavemente; de sus gruesos bigotes, recién teñidos de negro, penden y centellean unas gotitas; calentado por el raki, el agá se relame y se reconforta. De pie, a su derecha, con la corneta colgando, se halla Hussein, escudero y guarda de corps, un oriental gigantón, feo como un gorila y bizco. A su izquierda, sentado con las piernas cruzadas en un almohadón de terciopelo, un muchachillo gordinflón no cesa de encenderle el chibuquí ni de llenarle el vaso de raki.
“Nocturno Hindú” Antonio Tabucchi
El taxista llevaba una barba recogida en forma de perilla, una redecilla en el pelo y una coleta atada con una cinta blanca. Pensé que sería una sikh, porque mi guía los describía exactamente así. Mi guía se titulaba: India a travel survival kit. La había comprado en Londres más que nada por curiosidad, ya que suministraba informaciones sobre la India bastante peregrinas y a primera vista superfluas. Sólo más tarde me daría cuenta de su utilidad.
“Ensayo sobre la ceguera” José Saramago
Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes con el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificantes, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.
“ … O llevarás luto por mi” Dominique Lapierre y Larry Collins
Ite, missa est. (Idos la misa ha terminado).
Por un instante, las palabras del sacerdote parecieron aletear en las oscuras sombras de la iglesia, suspendidas en el aire húmedo como una nubecilla brotada de un incensario. Después el grupo de mujeres tocadas de negros mantos y arrodilladas en la penumbra delante de aquél, pronunció la respuesta, apenas audible, como final del sagrado murmullo de la misa:
Deo gratias – Oidas estas palabras, don Juan Espinosa Carmona volvió su robusto corpachón hacia el altar que tenía a su espalda. mientras tanto, los crujidos de los reclinarios de madera anunciaron la partida del puñado de viudas que acababan de oir su misa diaria en la iglesia de Nuestra Señora de Covadonga. Eran las ocho de la mañana. Fuera, la ciudad de Madrid despertaba a la vida, Hileras de camiones pasaban ruidosamente por la plaza de Roma, frente a las grandes puertas de roble de la iglesia de Nuestra Señora de Covadonga, para salir de Madrid en dirección al Norte, hacia Guadalajara, Zaragoza y el mar.
“La Náusea” Jean Paul Sartre
Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente. Llevar un diario para comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos menudos, aunque parezcan fruslerías, y sobre todo clasificarlos. Es preciso decir cómo veo esta mesa, la calle, la gente, mi paquete de tabaco ya que esto lo que ha cambiado. Es preciso determinar exactamente el alcance y la naturaleza de este cambio.
“La Buena Tierra” Pearl Buck.
Wang Lung iba a celebrar sus bodas. Al abrir sus ojos en la penumbra que formaban las cortinas del lecho, por el momento no se le ocurrió por qué este día le parecía diferente de cualquier otro día. La casa estaba en silencio, salvo por la débil tos asmática de su anciano padre, cuyo cuarto quedaba al lado opuesto del suyo, del otro lado de la habitación central. cada mañana era la tos del anciano lo primero que se oía en la casa. De ordinario Wang Lung se quedaba en cama oyéndola, y solamente se levantaba cuando la sentía acercarse, y oía la puerta del cuarto de su padre crujir en sus goznes de madera.
“El Existencialismo y la Sabiduría Popular” Simone de Beauvoir
Poca gente conoce esa filosofía que se ha bautizado un poco al azar: existencialismo; muchos la atacan. Se le reprocha entre otras cosas ofrecer al hombre una imagen de sí mismo y de su condición propia para desesperarlo. El existencialismo (justificado o no, conservaremos ese nombre para mayor simplicidad) desconocería la grandeza del hombre y elegiría pintar solamente su miseria. Se lo acusa también, según un neologismo reciente de “miserabilismo”; es dicen, una doctrina que niega la amistad, la fraternidad y todas las formas del amor; encierra al individuo en una sociedad egoísta: lo aísla del mundo real y lo condena a permanecer retraído en su pura subjetividad, pues rechaza en las empresas humanas, en los valores formulados por el hombre, en los fines que persigue, toda justificación objetiva. ¿Concuerda con esta imagen el existencialismo? Los críticos no profundizan esta pregunta, y sus lectores aceptan docilmente su interpretación, esto no nos asombra para nada. Es más asombroso que esa imagen, verdadera o falsa, provoque tanto escándalo. En todos los tiempos, han existido escuelas y autores que no han sido suaves para el hombre; se los ha acogido frecuentemente con favor. ¿De dónde vienen las resistencias muy particulares que encontramos aquí?
“Fausto” Goethe
¡Por consiguiente veamos, Filosofía, Jurisprudencia, Medicina.. ¡ay! y tú también Teología! Todo lo he aprendido, todo lo he estudiado con infinito esfuerzo; y después de tantas y tan prolongadas vigilias, heme aquí, pobre loco, tan sabio como antes. Poseo, es verdad, el título de doctor, el de maestro; y hace más de diez años que paseo a mis necios discípulos a través de un laberinto inextricable… Y advierto, al fin, que nada conocemos. ¡Nada!… ¡Yo desfallezco! Sin embargo, no hay en el mundo un solo hombre, profesor, clérigo o monje, que sepa tanto como yo: ninguna duda me detiene, ningún escrúpulo me remuerde; no temo al infierno ni al diablo… Pero también me falta la alegría, que no la puedo recobrar. Estoy persuadido de que nada sé que valga la pena, y de que nada podré enseñar a los hombres, para mejorar su condición miserable y enderezarlos por el buen camino.Por lo demás, no poseo bienes, honores ni crédito alguno… Un perro no podría soportar la vida bajo tales condiciones. No veo otra solución ni me queda más recurso que consagrarme a la magia. Es preciso. ¡Ah! ¡Si la fuerza del Espíritu y el Verbo me iluminara, mostrándome el abismo al que ardo al descender! ¡Si pudiera no ser esclavo de las palabras, forzado a decir con gran trabajo lo que ignoro! Si me fuese dado conocer lo que la naturaleza oculta en sus entrañas, todo lo que hay para el hombre en el centro de la energía del mundo y en el origen de la fecundidad eterna! ¡ OH luna, dígnate dirigir tu última mirada sobre mi miseria, ya que tantas veces, después de medianoche me has visto velar en este atril! Siempre te me mostrabas, pobre amiga, sobre un montón de libros y papeles. ¡Ah! ¡Si me fuera dado trepar a tu dulce fulgor las altas montañas, flotar en las grupas profundas con los Espíritus, danzar a la hora de tu crepúsculo en los prados, y, libre de todas las ansiedades de la ciencia, poder bañarme, rejuvenecido, en tu fresco rocío! ¿Hasta cuando, ¡ay de mí! tendré que consumirme en esta prisión? Maldito, seas, obscuro agujero, en donde la grata luz del cielo no penetra sino triste y cenicienta a través de sus pintadas vidrieras, y en el que, por todo horizonte, sólo veo libros y libros cubiertos de polvo y roídos por los gusanos, papeles amontonados hasta el techo, cajas, vidrieras, instrumentos de múltiples formas, viejos muebles carcomidos, única herencia de mis antepasados. ¡Y eso es un mundo, y a eso se llama mundo! ¿Y preguntas por qué el corazón late con angustia en tu pecho, por qué un dolor inexplicable hiela tus miembros y encadena el movimiento vital? Lo preguntas: y en lugar de la Naturaleza viva, en cuyo seno colocó Dios al hombre, no tienes en derredor más que humo y carcoma, huesos de animales y esqueletos humanos. Huye y lánzate audaz al espacio. ¿Acaso no es guía suficientemente seguro ese misterioso libro escrito por Nostradamus? Entonces conocerás la marcha de los astros, y si la Naturaleza se digna instruirte, se desenvolverá en ti la energía del alma, y sabrás cómo un Espíritu habla a otro Espíritu. Es en vano que por medio de tu buen sentido grosero intentes conocer los signos divinos. ¡Espíritus que flotáis en torno mío; respondedme, si mi voz llega hasta vosotros! (Abre el volumen y ve el signo del Macrocosmo.) ¡Ah! cómo se estremecen a su vista todos los sentidos! ¡En qué celeste éxtasis he caído de repente! Diríase que una sangre más joven y más pura circula por mis venas; mis nervios se agitan en desconocidos estremecimientos. ¿Sería un ser sobrenatural el que trazó estos signos que calman el vértigo de mi alma, que llenan de alegría mi pobre corazón, y que me descubren, de una manera tan misteriosa, las fuerzas ocultas de la Naturaleza? ¿Soy yo mismo un destello de Dios? Todo es para mí tan claro, que veo en estos sencillos caracteres revelarse a mi alma la Naturaleza entera y su energía creadora. Sólo ahora por vez primera, h llegado a conocer la verdad de estas palabras del sabio: “El mundo de los Espírítus no está cerrado; no son tus sentidos los que te ciegan; es tu corazón el que está muerto. Levántate, discípulo, y ve a bañar sin tardanza tu sento mortal en la púrpura de la aurora” (Contempla el signo) ¡Cómo se mueve todo en la obra universal ¡Cómo todas las actividades viven y obran de consuno! ¡Cómo suben y bajan las Inteligencias celestes, pasándose de unas a otras los sellos de oro! Con el rumor de sus alas, de las que exhálase la bendición, dirigidas incesantemente del cielo a la tierra, llenan el universo de inefable armonía. ¡Maravilloso espectáculo! Pero, ¡ay! no más que espectáculo. ¿Por dónde asirme a ti, Naturaleza infinita? ¡Manantiales fecundos de toda existencia, de los que están suspendidos el cielo y la tierra, hacia vosotros se vuelve el marchito seno¡! Pero brotáis a torrentes, en vano. (Vuelve la hoja con desaliento, y percibe el signo del Espíritu de la tierra.) De cuán distinto modo obra este signo sobre mi alma! Próximo estás, sin duda, Espíritu de la tierra; pues mis fuerzas se aumentan, y siento en mí como la embriaguez del nuevo vino. Ya no me falta valor para lanzarme al mundo, desafiar la miseria y la dicha terrenas, luchar con las tempestades y ver sin pestañear en el naufragio la desaparición de mi buque… El cielo se entenebrece, la luna oculta su luz, la Lámpara se apaga, sin despedir ya más que humo… Cruzan por mi mente y en torno de mis sienes, lívidos fulgores, y siento en mí un estremecimiento profundo… Bien lo veo… Eres tú que te agitas en derredor, Espíritu que invoco… ¡Muéstrate a mis ojos! ¡Ah! Cómo se me desgarra el corazón ¡ Mis sentidos se abren a nuevas impresiones. Todo mi corazón a ti se entrega. ¡Acércate de una vez, aun cuando tu aparición haya de costarme la vida! Espíritu ¿Quién me requiere? Me has evocado con todo tu poderío: me has obligado con tu llamamiento incesante a salir de mi esfera, y ahora…
Te esfuerzas en invocarme; quieres oír mi voz y ver mi rostro. ¡Cedo a la invocación poderosa de tu alma, y heme aquí! ¿Qué innoble estremecimiento te sobrecoge, oh, tú, criatura sobrehumana? ¿Dónde está pues, aquella invocación potente, dónde aquel seno que se creaba un mundo, que a su antojo dirigía y fecundaba, y que en sus arrebatos de gozo se enorgullecía hasta el punto de ponerse al nivel de los espíritus? ¿Qué se ha hecho aquel Fausto, cuya voz incesante llegaba a mis oídos, y que se lanzaba hacia mí con todas sus fuerzas? ¿Eres tú aquel Fausto, tú a quien mi soplo asusta al extremo de secarte la fuente de la vida? Sólo eres un vil gusano que se arrastra tímidamente.
(Diálogo con Wagner)
Fausto;
No hay esperanza más que para los seres limitados. Nunca le abandona enteramente al hombre de cerebro estrecho, que se preocupa de cosas pequeñas. Su mano ávida escarba la tierra para hallar tesoros, y se da por satisfecho si encuentra un gusano. ¿Cómo es posible que semejante voz haya resonado en este sitio donde me rodeaba una legión de Espíritus? Pero, no importa, te lo agradezco por esta vez, aunque seas el más miserable de los hijos de la tierra, ya que me libraste de la desesperación que empezaba a trastornar mis sentidos. ¡Ah! Era la aparición tan gigantesca, que a su lado debí sentirme enano. ¡Yo, imagen de la Divinidad, que creía haber alcanzado el espejo de la verdad eterna; que despojado de la mortal envoltura terrestre, sumido en un abismo de luz, creía ascender por el camino de los cielos; que remontándome por encima de los querubines, pretendía unir a las fuerzas de la Naturaleza mis fuerzas independientes, y crear, a mi vez, vivir la vida de un Dios, cuán caro pagaré mi presuntuoso orgullo! Una sola palabra ha bastado para anonadarme. Imposible me será igualarte; si he tenido fuerza para atraerte, en cambio me ha faltado la de conservarte. En aquel dichoso instante, me sentía a la vez tan pequeño y tan grande! ¿Por qué con tanta violencia me hundiste de nuevo en el estrecho círculo de la humanidad? ¿Quién podrá instruirme ahora? ¿Cómo saber lo que debo evitar? ¿Debo ceder al impulso que siento, cuando nuestras acciones, como nuestros sufrimientos, acaban por detener el curso de la vida? La materia, la vil materia, se opone sin cesar a todo cuanto de más elevado concibe el espíritu. Por poco que alcancemos la felicidad de este mundo, calificamos de sueño y de quimera todo lo que vale más que nuestro pequeño ideal. Los sentimientos sublimes que nos daban antes la vida, mueren para siempre ante los intereses de la tierra. La imaginación pretende con vuelo audaz levantarse en un principio hasta la eternidad, pero pronto le basta un limitado espacio para dar cabida a sus esperanzas defraudadas. No tarde la inquietud en apoderarse de nuestro corazón, y en causarle secretos dolores que destruyen enteramente el placer y la calma que en él reinaban. Cada día se presenta el dolor bajo nueva forma: tan pronto en el hogar, como en la mujer; luego es un hijo, el fuego, el mar, un puñal, el veneno. Tembláis ¡oh, hombres!, ante todo lo que no puede causaros daño, y lloráis sin descanso, como un bien perdido, lo que conserváis todavía. No, no soy semejante a un Dios, sono abyecta materia criatura! Sólo me parezco al gusano, al gusano que se arrastra en el polvo, y que el pie del caminante, mientras se alimenta de ese polvo, lo aplasta y sepulta.
Dónde encontrar lo que me falta! Iré a recorrer esos millares de volúmenes para leer que en todas partes los hombres se han afanado para labrar su suerte, y que sólo en algunos puntos del globo habrá habido un hombre dichos?
EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO Marcel Proust
1.- Por el camino de Swann
Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces, apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme:”Ya me duermo”. Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban esas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Franciso I y Carlos V. Esta figuración me duraba aún unos segundos después de haberme despertado: no repugnaba a mi razón, pero gravitaba como unas escamas sobre mis ojos sin dejarlos darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida. Y luego comenzaba a hacérseme ininteligible, lo mismo que después de la metempsicosis pierden su sentido los pensamientos de una vida anterior; e asunto del libro se desprendía de mi personalidad y yo ya quedaba libre de adaptarme o no a él; en seguida recobraba la visión, todo extrañado de encontrar en torno mío una oscuridad suave y descansada para mis ojos, y aún más quizá para mi espíritu, al cual se aparecía esta oscuridad como una cosa sin causa, incomprensible, verdaderamente oscura. Me preguntaba qué hora sería; oía el silbar de los trenes que, más o menos en la lejanía y señalando las distancias, como el canto de un pájaro en el bosque, me describía la extensión de los campos desiertos por donde un viandante marcha de prisa hacia la estación cercana; y el caminito que recorre se va a grabar en su recuerdo por la excitación que le dan los lugares nuevos, los actos desusados, la charla reciente, los adioses de la despedida que le acompañan aún en el silencio de la noche, y la dulzura próxima del retorno.
2. A la Sombra de las Muchachas en Flor
Cuando en casa se trató de invitar a cenar por vez primera al señor de Norpois, mi madre dijo que sentía mucho que el doctor Cottard estuviera de viaje, y que lamentaba también haber abandonado todo trato con Swann, porque sin duda habría sido grato para el ex embajador conocer a esas dos personas; a lo cual repuso mi padre que en cualquier mesa haría siempre bien un convidado eminente, un sabio ilustre, como lo era Cottard; pero que Swann, con aquella ostentación suya, con aquel modo de gritar a los cuatro vientos los nombres de sus conocidos, por insignificantes que fuesen, no pasaba de ser un farolón vulgar, y le habría parecido indudablemente al marqués de Norpois “hediondo”, como él solía decir. Y la tal respuesta de mi padre exige unas cuantas palabras de explicación, porque habrá personas que se acuerden quizá de un Cottard muy mediocre y de un Swann que en materias mundanas llevaba a una extrema delicadeza la modestia y la discreción. En lo que a este último se refiere, lo ocurrido era que aquel Swann, amigo viejo de mis padres, había añadido a sus personalidades de “hijo de Swann” y de Swann socio del Jockey otra nueva (que no iba a ser la última): la personalidad de marido de Odette. Y adaptando a las humildes ambiciones de aquella mujer la voluntad, el instinto y la destreza que siempre tuvo, se las ingenió para labrarse, y muy por bajo de la antigua, una posición nueva adecuada a la compañera que con él había de disfrutarla. De modo que parecía otro hombre. Como (a pesar de seguir tratándose él solo con sus amigos particulares sin querer imponerles el trato con Odette, a no ser que ellos le pidieran espontáneamente que se la presentase) había comenzado una segunda vida, en común con su mujer, entre seres nuevos, habría sido explicable que para medir el rango social de estas personas, y por consiguiente el halago de amor propio que sentía en recibirlas en su casa, se hubiera servido como término de comparación, ya no de aquellas brillantísimas personas que formaban la sociedad suya antes de casarse, sino de las amistades anteriores de Odette. Pero no: hasta para aquellos que sabían que le gustaba trabar amistad con empleados nada elegantes y con señoras nada reputadas, ornato de los bailes oficiales en los ministerios, era chocante oírle a él, que antes sabía disimular con tanta gracia una invitación Twickenham o de Buckingham Palace, cómo pregonaba que la esposa de un director general había devuelto su visita a la señora de Swann.
“La Azucena Roja” Anatole France.
Dió un vistazo a los sillones colocados junto a la chimenea, a la mesita de té que brillaba en la sombra y a los grandes ramos de flores pálidas que coronaban los jarrones de China. Hundió la mano entre las floridas ramas de los sauquillos y jugueteó con sus bolitas de nieve; luego se miró en un espejo con atención minuciosa, puesta de perfil, ladeando la cabeza para observar el contorno móvil de su figura, oprimida por su traje de raso negro, contorno móvil de su figura, oprimida por su traje de raso negro, en torno del cual flotaba una ligera túnica cuajada de perlas en las que se irisaban fugaces reflejos. Acercóse más, curiosa de conocer la expresión de su rostro en aquel instante, y el espejo reflejó su mirada tranquila, como si la encantadora mujer que se contemplaba con agrado viviera sin goces agudos y sin tristezas profundas.
“Tais” Anatole France.
En aquel tiempo, el desierto estaba poblado de anacoretas. En ambas orillas del Nilo, innumerables cabañas, construidas con ramaje y arcilla por los solitarios, se alzaban a cierta distancia unas de otras, de modo que sus ocupantes vivieran aislados, pero en condiciones de ayudarse mutuamente si hubiese necesidad. Asomaban de trecho en trecho, por encima de las cabañas, iglesias coronadas con el signo de la cruz, y a ella se dirigían los monjes los días festivos para asistir a la celebración de los misterios y participar en los sacramentos. También había en la orilla del río casas, donde los cenobitas, recluido cada uno en estrecha celda, saboreaban mejor la soledad.
“Los Dioses tienen Sed” Anatole France.
Evaristo Gamelin, pintor, discípulo de David, miembro de la Sección del Puente Nuevo, hasta entonces llamada “de Enrique IV”, muy de mañana fue a la antigua iglesia de los Barnabitas, que servía, desde el 21 de Mayo de 1790 –tres años atrás- , de residencia a la asamblea general de la Sección. Alzábase dicha iglesia en una plaza sombría y angosta, junto a la verja de la Audiencia, y en su fachada, compuesta de dos órdenes clásicos, entristecida por la pesadumbre del tiempo y las injurias de los hombres, lucían consolas volcadas y sucios pucheros; los emblemas religiosos hallábanse mutilados, y sobre la puerta estaba escrita, con letras negruzcas, la divisa republicana; “Libertad, Igualdad, Fraternidad o la muerte”. Evaristo Gamelin entró en la nave; las bóvedas en donde habían resonado las voces de los clérigos de la congregación de San Pablo, revestidos con los roquetes para cantar los Oficios Divinos, cobijaban a los patriotas con gorro frigio, convocados para elegir los magistrados municipales y deliberar acerca de los asuntos de la Sección. Las imágenes de los santos habían sido arrojadas de sus hornacinas, donde las reemplazaron los gustos de Bruto, de Juan Jacobo Rousseau y de Le Peletier. La mesa de los Derechos del Hombre ocupaba el sitio del altar desmantelado.
“Otras Voces Otros Ambitos” Truman Capote
Pues bien, un viajero debe llegar a Ciudad Mediodía por los mejores medios que encuentre, porque no hay ómnibus ni trenes que vayan en esa dirección aunque seis días por semana un camión de la Compañía Chuberry de Trementina recoge correspondencia y provisiones en la vecina ciudad de Capilla Paraíso. De tanto en tanto una persona que se dirige a Ciudad Mediodía puede hacer un viaje con el conductor del camión, Sam Radclif. Es un viaje accidentado, venga uno de donde viniere, porque esos caminos, ondulados como una tabla de lavar, dejan destartalados, con suma rapidez, incluso a los coches nuevos. Y los que buscan transporte gratuito en los vehículos que pasan por el camino, descubren que el viaje es penoso. Además, esta es una región desolada. Y aquí, en las hondonadas pantanosas en que florecen tigridias del tamaño de la cabeza de un hombre, hay luminosos troncos verdes que brillan bajo las oscuras aguas cenagosas como cadáveres de hombres ahogados. A menudo el único movimiento que se distingue en el paisaje es el humo invernal que sale enroscándose de la chimenea de alguna granja de aspecto tétrico, o un pájaro de alas rígidas, silencioso y con ojos como flechas, volando en círculo por sobre los desiertos pinares.
“Juan Cristóbal” Romain Rolland
El sordo murmullo del rió asciende por detrás de la casa. La lluvia azota los cristales de las ventanas desde que comenzó el día y un vaho se licúa y corre por el cristal que tiene un pico roto. La luz amarillenta va extinguiéndose y en la habitación hay una atmósfera tibia y desabrida.
El recién nacido se agita en su cuna. Aunque el anciano ha dejado al entrar los zuecos en la puerta, sus pasos han hecho crujir el entarimado, y el niño se ha puesto a gemir. La madre se inclina fuera de su lecho para tranquilizarle; y el abuelo enciende a tientas la lámpara, para que el pequeño no tenga miedo de noche, si despierta. La llama ilumina la cara rojiza del viejo Juan Miguel, su barba blanca y áspera, sus gestos bruscos y sus ojos vivos. Se dirige a la cuna. Su abrigo huele a mojado, y al caminar arrastra sus gruesas pantuflas azules. Luisa le hace señas para que no se acerque demasiado. Luisa es rubia, casi blanca, de facciones alargadas, y su rostro dulce de carnero está sembrado de pecas. Sus labios, pálidos y gruesos, no llegan a juntarse y sonríen con timidez. Acaricia al niño con los ojos, unos ojos muy azules, de mirada muy vaga, y cuya pupila es un punto pequeñísimo, pero infinitamente tierno.
“Paideia” Wener Jaeger
La educación es una función tan natural y universal de comunidad humana, que por su misma evidencia tarda mucho tiempo en llegar a la plena conciencia de aquellos que la reciben y la practican. Así, su primer rastro en la tradición literaria es relativamente tardío. Su contenido es en todos los pueblos aproximadamente el mismo y es, al mismo tiempo, moral y práctico. Tal fue también entre los griegos. Reviste en parte la forma de mandamientos, tales como: honra a los dioses, honra a tu padre y a tu madre, respeta a los extranjeros; en parte, consiste en una serie de preceptos sobre la moralidad externa y en reglas de prudencia para la vida, trasmitidas oralmente a través de los siglos; en parte, en la comunicación de conocimientos y habilidades profesionales, cuyo conjunto, en la medida en que es trasmisible, designaron los griegos con la palabra techné. Los preceptos sobre la moralidad externa y en reglas de prudencia para la vida, trasmitidas oralmente a través de los siglos; en parte, en la comunicación de conocimientos y habilidades profesionales, cuyo conjunto, en la medida en que es trasmisible, designaron los griegos con la palabra techné. Los preceptos elementales de la recta conducta respecto a los dioses, los padres y los extraños, fueron incorporados más tarde a las leyes escritas de los estados sin que se distinguiera en ellas de un modo fundamental entre la moral y el derecho. El rico tesoro de la sabiduría popular, mezclado con primitivas reglas de conducta y preceptos de prudencia arraigados en supersticiones populares, llegó, por primera vez, a la luz del día a través de una antiquísima tradición oral, en la poesía rural gnómica de Hesíodo. Las reglas de las artes y oficios resistían, naturalmente, en virtud de su propia naturaleza, a la exposición escrita de sus secretos, como lo pone de manifiesto, por ejemplo, en lo que respecta a la profesión médica, la colección de los escritos hipocráticos.
“Caballeros de Fortuna” Luis Landero
Cuando se supo con certeza que Belmiro Ventura y Vega (el Chileno, como se le decía por aquí) volvía para quedarse, y que su regreso era inminente, don Julio, nuestro cronista local, proclamó de voz y por escrito que acaso aquel suceso viniera a ilustrar providencialmente su teoría de que una nueva edad histórica se alumbraba en el mundo. “Después de medio siglo de dictadura de las masas”, redactaría esa misma tarde para La Voz de Gévora, mientras al hilo de tan altas palabras Amalia Guzmán habría iniciado ya su concierto diario de piano, que quizá Luciano escuchase escondido y abrasado de amor tras el castaño solitario de la placita de Ultramar, “diríase que las éliotes comienzan tímidamente a regresar al escenario de la Historia”, y los Tejedores andarían reivindicando junto a la lumbre un provenir espléndido, autorizado por cuatro siglos de miseria y oprobio, “listas una vez más para asumir sus responsabilidades de clase y empuñar las riendas del futuro”, y mientras nosotros, como siempre a esa hora, como también en este instante de 1993, estábamos en la Plaza de España, aprovechando la última bonanza de la tarde, sentados en hilera y mirando todos a lo lejos
“La hija del Capitán” Alejandro Pushkin
Mi padre, Andrés Petróvich Grinev, sirvió en su juventud bajo las órdenes del conde Munich, y fue llamado a retiro en 17.. con el grado de teniente coronel. Desde entonces vivía en su aldea natal, Simbirsk donde casó con Abdocia Basilievna, hija de un pobre hidalgo de la localidad.